En esta ocasión especial y desafiando todas las leyes del buen gusto,
hemos recibido la colaboración de un verdadero escritor, a quien espero disfruten.
El texto pertenece al querido Conde V. Onoff. Sólo la imagen es de mi autoría.
Es así, la sabiduría ya viene en sobrecitos.
Me enteré de que ya no estabas cuando te vi descender de esa cima absoluta. Sonreías. Y yo mentía. Tomabas las cuerdas con esa delicadeza que todas mis tazas de té conocen. La montaña no miraba mi ominosa incredulidad con ningún respeto y yo con los ojos fijos sólo en la cópula entre tus manos y las cuerdas. Sonreías. Las cámaras de televisión hacían polvo las distancias. Y yo enterándome de que ya no estabas en mi cama, de que mi almohada no tenía forma de cerro y de que tu sonrisa tenía tantas formas de ser entendida como nudos portaba esa soga. Pocos. Y yo mentía. Pero a vos te acribillaban las cámaras con ese directo-en vivo-hace instantes en el que vos bajabas por haber subido. Y mi cama. Y la distancia que mi televisor leía entre líneas para ubicarme en una realidad que te contiene, como las sogas, porque mi cama ya no, ¿Cuándo subiste?, cuando bajás, y tus manos deslizando sonrisas entre las sábanas-sogas. ¿Qué se ve desde allá?, ¿se ve nuestro primer café? Sonreías. Agarré el televisor y lo puse de tu lado de la cama. Me acosté en la realidad. Vos bajabas de aquella cima. Dos mil trescientos veinticuatro metros restan para que el periodista se calle y el viento barre con tus palabras. El televisor sobre tu almohada y yo a tu lado. Vas a soltar las sogas y vas a caer al vacío cuando yo me duerma.
Conde V. Onoff