03 diciembre 2005

Américo

Américo era un tipo que había logrado trasponer la barrera de lo ridículo, llegando a ser un espectáculo gracioso. Ese mal humor típico que lo caracterizaba, a su vez reforzaba la sonrisa de quienes lo conocían. Vivía en el Bar del Tano, allá por la calle Laprida, su hogar era una banqueta que daba a la barra, ya descosida por tantas sentadas. Nadie en el Bar sabía de dónde había venido, si tenía familia, dónde vivía, nada. Pero el Tano lo dejaba porque atraía a la gente. Las alas habían dejado de ser blancas, para tomar un color grisáceo grasiento, medio amarillento y con manchas de café. Además, en uno de los lado le faltaba un pedazo. Es que Américo nunca pudo dominarlas bien, eran más una carga que parte de su cuerpo. La túnica estaba en peores condiciones, la verdad que de Ángel de la Guarda, como él mismo se decía, le quedaba poco. Ahora, era increíble la cantidad de alcohol que podía consumir por día, si algo ponía en duda su condición de humano era eso, vaso tras vaso. El gordo Rinfolfi lo desafió una vez y le ganó, tomo un vaso más de cerveza que Américo, veintiocho en total, pero esa misma noche entró en coma alcohólico y murió a la mañana siguiente. Mientras que Américo siguió en la barra como si nada -aunque los que se quedaron hasta tarde dicen que se pasó un buen rato en el baño vomitando. Dormía en uno de los cuartos del baño. Todos dicen que estaba loco, pero no era peligroso, algunos le habían tomado cariño. Cada tanto salía corriendo como trueno, corría por las calles hasta perderse en alguna esquina, para volver quién sabe cuando, cansado, con la cabeza gacha, hecho un mamarracho. Ese era Américo, un Ángel de la Guarda del barrio.

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