26 noviembre 2005

En la estación

Imagino situaciones, situaciones solitarias, aisladas de un entorno poco meritorio. Preciosas gemas negro mate, preciosas gemas que no te devolverán un mínimo reflejo, que no podrás ubicar en ningún lugar de la pobre lógica.
(eh, negro... mate!)

El calor descomponía una realidad inmóvil, llenaba el aire y la mente, evitaba pensar. El polvo era su fiel aliado. La estación de nafta estaba bien ubicada, pero nadie se detenía, nadie quebraba el cansancio de lo habitual. Julio ya era viejo, tenía como mil años, pero contaba poco. Nadie conocía su vida antes de la estación, en realidad a nadie le importaba. La gorra, guardiana de una calva granizada por lunares bien feos, contenía la transpirada frente y daba la sombra necesaria para divisar algún posible cliente. Pero Julio no miraba, hacía días que había dejado de mirar. Julio agonizaba en una cárcel de sentimientos encontrados.
Las lágrimas se habían secado, la sangre desparramada por el piso también.
Apenas temblaba, apenas su corazón latía, el único músculo con vida propia, el único órgano despiadado que no lo dejaba en paz. Julio lloraba, no se veía, pero lloraba, y lloraría hasta el último aliento. La culpa, la negación, el asombro, la tristeza y la furia habían estallado en su cabeza despojándola de toda utilidad.
Habían pasado varios días y el cuerpito de su hija seguía tirado allí, cerca del surtidor, todavía conservaba las huellas de esas ruedas asesinas. Todavía tenía la hebilla de su cumpleaños, y seguía siendo hermosa, aunque su carita no estuviera feliz. Aunque no correteara por todos lados. Aunque no discutiera a la hora de dormir.
El calor era insoportable, no dejaba pensar.

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