09 agosto 2018

Desarme

Cocinó sus lunas en Saturno. Reposó los sueños sobre el vapor que emanaba de la pava. Disparó las ilusiones al pasado, hasta formar un colador intangible. Desempolvó su ropa de las magias ya vencidas, agrias. Derritió la piel, que chorreaba en gotas de un barniz poroso. Suspendió los saltos ornamentales y colgó en el perchero la sonrisa de plastilina. Vació el contenido de sus ojos en una cajita de acuanuz, que guardó debajo del vientre, por si acaso. Le regaló su furia a las aves, para que la desintegraran con sus alas. Molió cada uno de sus huesos y los mezcló con cada una de sus soledades, para tejerse un cuerpo más sincero. Y no se sentó sobre flores de loto ni sobre la cama de toda la vida. No se sentó a esperar que la súbita iluminación se lo llevara puesto. No se sentó para disolverse en la energía universal de los libros de autoayuda. No se sentó siquiera. Bajó cuidadosamente los telones remendados de su pequeño teatro y con un beso los sumergió en un charco del quinto círculo del infierno. Volvió a contemplar aquellos viejos laberintos que lo arropaban, esas manos cálidas que acariciaban cada vez más fuerte, que apretaban siempre un poco más, con la sonrisa más tierna. Pero ya no le preocupaban porque había decidido aprender a volar. Confiar en la magia. Ya no importaba que la magia existiera, en realidad nunca había importado. Finalmente había entendido que sin magia la vida no valía la pena, las opiniones no eran del todo justas y la sonrisa que buscaba no la vivía el corazón.

Había decidido confiar en la magia, para aprender a volar.

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